martes, 27 de enero de 2015

La investigación bajo sospecha (T10)

En esta entrada voy a intentar ofrecer una perspectiva de las prácticas fraudulentas que, en mi opinión, pueden darse con mayor frecuencia en el mundo del Derecho. 

Nosotros no realizamos experimentos cuyos resultados podamos adulterar. En este sentido, la interesante infografía de Clinical Psychology no refleja muy bien las malas prácticas en relación con las ciencias jurídicas.
Sin embargo, el hecho de que nos encontremos liberados de esa tentación no quita para que existan otras que sí puedan hacernos caer en el pecado del fraude científico. De este modo, el plagio pasa al primer plano como la principal manifestación del fraude científico en el campo del Derecho.

Creo que todos estaremos de acuerdo en que plagiar una obra es una conducta gravísima, el peor de los fraudes que el investigador puede llevar a cabo en el desarrollo de su labor. Por suerte, pillar al tramposo, en este caso, se hace relativamente sencillo. El plagio de una obra es un fraude tan flagrante que rara vez pasará desapercibido. Más aun en el momento actual, con gran parte de la producción científica informatizada —y ahí queda aquella leyenda urbana que hablaba de tal o cual profesor, que pasaba las noches en vela intentando cazar a sus alumnos, buscando en Google toda aquella frase mínimamente coherente plasmada en un trabajo—. Quizás el uso de las aplicaciones informáticas a las que se alude en el blog de la asignatura sea más generalizado de lo que pensaba y el anterior chascarrillo quede en evidencia.

Pero si bien el plagio, tal cual nos viene a la cabeza en un primer momento, es una conducta realmente excepcional –no he encontrado ningún caso en Derecho- existen toda una serie de corruptelas ligadas al entorno del plagio en las que tal vez no habíamos reparado. Y aquí  nos volvemos a adentrar en el oscuro mundo de las citas y referencias bibliográficas. 

Ya traté de describir en una entrada anterior las fuentes que se utilizan en la investigación jurídica, que básicamente se reducen a las normas, las resoluciones judiciales y las publicaciones especializadas. La ambigüedad que en esencia presentan estas fuentes hace que con una base argumental bien construida puedan mantenerse interpretaciones contrapuestas. Es decir, no importa tanto si respondemos afirmativa o negativamente a una cuestión, como los argumentos que desarrollamos para sustentar la opción que escojamos. La posibilidad de error se reduce, entonces, notablemente.

Por contra, todas esas fuentes son susceptibles de ser plagiadas. ¿De verdad leemos todo lo que citamos? Sinceramente, lo dudo. Seguro que muchos autores habrán dedicado gran cantidad de tiempo y trabajo a preparar concienzudamente las bibliografías en las que basan sus publicaciones. Pero creo que el problema de que la calidad de un artículo se mida en función de su volumen, lleva a que las fuentes citadas se inflen deliberadamente; no está bien visto un artículo con, por ejemplo, menos de una veintena de referencias bibliográficas. Y es así como se llega a citar obras, sentencias o normas de las que solo se tiene conocimiento por las referencias de otros autores.

Alguna vez he manejado publicaciones de otras disciplinas sociales. Enseguida me llamó la atención las citas de fuentes secundarias que usualmente aparecían. Me refiero a aquellos casos en que citamos una idea de un autor concreto que aparece en una obra de otro autor. En contadas ocasiones he visto en un libro o artículo de Derecho las palabras “citado por”. Y es que, ¿cómo reconocer que no sabríamos de una obra si no fuera por la cita que hace otro autor? ¡Uy! Eso sí que está mal visto.

En fin, reitero que no he encontrado ningún caso de prácticas fraudulentas en Derecho, así que todo lo dicho anteriormente es puramente intuitivo, una mera sospecha.

Para acabar, como he visto que Laura ha incluido en su entrada sobre el fraude científico una imagen referida a la manipulación informativa en los medios, aprovecho para compartir otro ejemplo sobre este fenómeno que encontré hace poco.