miércoles, 11 de febrero de 2015

La carrera de científico (T12)


Todavía no he cumplido mi primer año como doctorando, así que por el momento mi principal preocupación de cara al futuro es tratar de terminar la tesis y llegar a ser doctor. Pero también es normal empezar a plantearse que será de uno cuando esta aventura llegue a su fin, porque si algo resulta innegable es que el tiempo pasa y lo hace además a una velocidad superior a la que nos gustaría.


De todos modos, las dificultades se plantean desde el inicio del doctorado, ya que después de varios años de carrera y alguno más de máster, no resulta sencillo entender que ahora queramos seguir estudiando. El apoyo de nuestros familiares y amigos más cercanos aparece como una gran fuente de motivación y ayuda. Sin olvidar el fuerte componente vocacional que al final acaba moviéndonos a todos a superar los obstáculos que se presentan.

Pero cuando lo más difícil parece haber quedado atrás, nos encontramos de repente en la puerta de salida de la Universidad, con nuestro flamante título recién adquirido, sin saber muy bien hacia donde encaminarnos.

La lógica quizás establezca que la salida natural de los jóvenes doctores pasa por seguir trabajando en las Universidades y Centros de Investigación, dando continuidad a la carrera científica que acaban de comenzar. Sin embargo, la saturación que, según nos advierten desde el principio, sufren las Universidades españolas, hace que nos veamos en la necesidad de plantearnos otras alternativas de futuro viables.

He encontrado en la página web de la UPNA algunos datos sobre la empleabilidad de los doctores. En España el 94,6% de los ciudadanos con formación doctoral tienen empleo. De ellos, el 44,4% trabaja en Universidades y Centros de Investigación, el 35,8% en las Administraciones Públicas, el 15,7% en la empresa privada y el 4,1% en ONGs y similares. 

Que el sector privado solo acoja a un 15,7% de los doctores me parece un dato muy bajo y creo que se debe hacer un esfuerzo en este sentido. Pero es que si la comparamos con otros países, esta cifra resulta irrisoria: en Alemania el 80% de los doctores se emplean en la industria, el 60% en Reino unido y el 50% el Estados Unidos y Japón. 

Y más preocupante es aún la situación si se tiene en cuenta que de ese 15,7% de doctores que emplea el sector privado en España, menos de la mitad lo está en un puesto acorde a su formación. Es decir, en la mayoría de los casos, los empleos de los doctores que trabajan en las empresas privadas solo requerían la formación de un grado o máster.

Así pues, cuando se nos dice que la Universidad ya no es capaz de acoger a más doctores y que el futuro pasa por mejorara la empleabilidad de los mismos en el sector privado, creo que a la luz de los datos que se acaban de mostrar, el esfuerzo a realizar es enorme. Es necesario adaptar las estructuras productivas a la formación que han obtenido los doctores para que el sector privado resulte una alternativa real. Y al mismo tiempo también debe mejorar la percepción que se tiene de los doctores, porque pienso que no se valora lo suficiente el esfuerzo que supone terminar con éxito una tesis.

En definitiva, pese a que el panorama que se plantea al terminar el doctorado no pinta muy esperanzador, creo que no hay que perder la ilusión y hay que tratar de perseverar y seguir adelante. Aunque la situación actual sea especialmente grave, como se dice en el blog de la asignatura “la carrera científica nunca ha sido un camino de rosas”.

martes, 10 de febrero de 2015

Sistemas Ciencia, Tecnología, Sociedad (T11)


En esta época de “prioridades” presupuestarias y reducción general del gasto público puede parecer  en principio difícil de justificar la necesidad de estimular la producción científica como una fórmula de incrementar el progreso de la sociedad en su conjunto.

Sin embargo, basta con ver el artículo de Ángel Pestaña para darse cuenta de tal necesidad. Especialmente preocupante me ha parecido la situación que se describe en relación con el resto de países de la Unión Europea y la estimación de que no alcanzaremos su nivel de desarrollo científico-tecnológico hasta dentro de algunas décadas. Todo ello teniendo en cuenta que el autor alude al frenazo que supuso la crisis económica de principios de los años 90 del pasado siglo y que, como tristemente estamos comprobando, fue poco mas que una broma al lado de la situación actual.

He tratado de actualizar el dato relativo al porcentaje del PIB invertido en I+D y rápidamente he podido confirmar esa desigualdad que sufrimos en relación con los estados más avanzados a nivel europeo y mundial. Según un artículo publicado en El País en noviembre del año pasado (incluyo a continuación la infografía que lo acompaña), en la última década España ha caído dos puestos en la clasificación europea, ocupando en la actualidad el decimoséptimo lugar de un total de 28 estados miembros. Así, mientras nuestro país destina el 1,24% del PIB a la I+D, Finlandia, Suecia y Dinamarca lideran el ranking con niveles superiores al 3%. Por su parte, Francia y Alemania, principales potencias económicas europeas, se sitúan por encima del 2,02% que marca la media de la Unión. A nivel global, Corea del Sur y Japón se encuentran a la cabeza con el 4,04% y 3,38% respectivamente.

Gasto en Investigación y Desarrollo en los países de la UE, en % del PIB. Fuente: elpais.com

Urge corregir esa brecha que nos separa del resto de países de nuestro entorno más cercano, ya que el nivel de inversión en I+D se encuentra directamente relacionado con el desarrollo y progreso de las economías. 

Sin embargo, decía al principio que de cara a la sociedad quizás no resulte tan sencillo justificar un incremento del gasto público en ciencia. Un rápido vistazo a los anteriores datos bastará para advertir la conveniencia de incrementar la inversión en I+D. Pero me planteo el papel que en todo este marco desempeñan las ciencias humanas y sociales. Es decir, serán muy pocos los que se encuentren en desacuerdo con financiar programas de investigación que tengan como fin la cura de una determinada enfermedad o la búsqueda de alternativas energéticas más eficientes, pero cuando el objetivo de la investigación sea, por ejemplo, analizar un concreto fenómeno social o histórico, puede que empiecen a aparecer las dudas.

Y es que, en este sentido, creo que el esquema “ciencia, tecnología, sociedad” se percibe de una manera excesivamente finalista, ya que todo aquello que no acabe en una patente que nos haga la vida más sencilla parece descartarse de inicio. Me pregunto al hilo de esto último dónde queda aquella aspiración de búsqueda de la verdad que movió a los primeros científicos a desarrollar sus investigaciones. Porque parece que en la actualidad la ciencia empieza a ponerse a servicio de la tecnología, de modo que la viabilidad de un proyecto comienza a medirse también exclusivamente en función de los beneficios económicos que puede implicar.

martes, 27 de enero de 2015

La investigación bajo sospecha (T10)

En esta entrada voy a intentar ofrecer una perspectiva de las prácticas fraudulentas que, en mi opinión, pueden darse con mayor frecuencia en el mundo del Derecho. 

Nosotros no realizamos experimentos cuyos resultados podamos adulterar. En este sentido, la interesante infografía de Clinical Psychology no refleja muy bien las malas prácticas en relación con las ciencias jurídicas.
Sin embargo, el hecho de que nos encontremos liberados de esa tentación no quita para que existan otras que sí puedan hacernos caer en el pecado del fraude científico. De este modo, el plagio pasa al primer plano como la principal manifestación del fraude científico en el campo del Derecho.

Creo que todos estaremos de acuerdo en que plagiar una obra es una conducta gravísima, el peor de los fraudes que el investigador puede llevar a cabo en el desarrollo de su labor. Por suerte, pillar al tramposo, en este caso, se hace relativamente sencillo. El plagio de una obra es un fraude tan flagrante que rara vez pasará desapercibido. Más aun en el momento actual, con gran parte de la producción científica informatizada —y ahí queda aquella leyenda urbana que hablaba de tal o cual profesor, que pasaba las noches en vela intentando cazar a sus alumnos, buscando en Google toda aquella frase mínimamente coherente plasmada en un trabajo—. Quizás el uso de las aplicaciones informáticas a las que se alude en el blog de la asignatura sea más generalizado de lo que pensaba y el anterior chascarrillo quede en evidencia.

Pero si bien el plagio, tal cual nos viene a la cabeza en un primer momento, es una conducta realmente excepcional –no he encontrado ningún caso en Derecho- existen toda una serie de corruptelas ligadas al entorno del plagio en las que tal vez no habíamos reparado. Y aquí  nos volvemos a adentrar en el oscuro mundo de las citas y referencias bibliográficas. 

Ya traté de describir en una entrada anterior las fuentes que se utilizan en la investigación jurídica, que básicamente se reducen a las normas, las resoluciones judiciales y las publicaciones especializadas. La ambigüedad que en esencia presentan estas fuentes hace que con una base argumental bien construida puedan mantenerse interpretaciones contrapuestas. Es decir, no importa tanto si respondemos afirmativa o negativamente a una cuestión, como los argumentos que desarrollamos para sustentar la opción que escojamos. La posibilidad de error se reduce, entonces, notablemente.

Por contra, todas esas fuentes son susceptibles de ser plagiadas. ¿De verdad leemos todo lo que citamos? Sinceramente, lo dudo. Seguro que muchos autores habrán dedicado gran cantidad de tiempo y trabajo a preparar concienzudamente las bibliografías en las que basan sus publicaciones. Pero creo que el problema de que la calidad de un artículo se mida en función de su volumen, lleva a que las fuentes citadas se inflen deliberadamente; no está bien visto un artículo con, por ejemplo, menos de una veintena de referencias bibliográficas. Y es así como se llega a citar obras, sentencias o normas de las que solo se tiene conocimiento por las referencias de otros autores.

Alguna vez he manejado publicaciones de otras disciplinas sociales. Enseguida me llamó la atención las citas de fuentes secundarias que usualmente aparecían. Me refiero a aquellos casos en que citamos una idea de un autor concreto que aparece en una obra de otro autor. En contadas ocasiones he visto en un libro o artículo de Derecho las palabras “citado por”. Y es que, ¿cómo reconocer que no sabríamos de una obra si no fuera por la cita que hace otro autor? ¡Uy! Eso sí que está mal visto.

En fin, reitero que no he encontrado ningún caso de prácticas fraudulentas en Derecho, así que todo lo dicho anteriormente es puramente intuitivo, una mera sospecha.

Para acabar, como he visto que Laura ha incluido en su entrada sobre el fraude científico una imagen referida a la manipulación informativa en los medios, aprovecho para compartir otro ejemplo sobre este fenómeno que encontré hace poco.